

Mi club de lectura
Por: Humberto Tamayo
Desde hace ya un buen tiempo había querido formar parte de un club de lectura. El deseo nació con un programa de la Deutsche Welle en el que aparece un grupo de unas seis personas dando opiniones interpretativas sobre alguna novela. Para mí, las transmisiones de la Deutsche Welle siempre han sido de muy buena calidad y este en especial, creo, supera con creces mi opinión. De hecho, debo confesar que hasta sentía envidia de no poder disfrutar de un espacio como ese en el que tuviera una experiencia similar a la de los integrantes de dicho club de lectura alemán. Admito que, aunque gran parte del contenido no lograba entenderlo por la dificultad que he tenido durante ya casi cuatro décadas para aprender esa lengua germana, era evidente que el intercambio de diferentes puntos de vista con los que cada uno de los integrantes participaba, hacía de la lectura algo enriquecedor.

Él ha tenido influencias cosmogónicas y casi que salvadoras en mi caótica personalidad; me ha motivado a estudiar la maestría que realicé, ha acompañado a mamá en su difícil estado de salud cuando yo me encontraba en Argentina, me ha ayudado a ubicar laboralmente cuando regresé de ese país, también me ha apoyado en la compra de mi apartamento y por si fuera poco, me ha invitado a visitar la librería Pérgamo. Este nuevo espacio es tanto para Gustavo como para mí un proyecto noble en el que se promueven eventos culturales invaluables. Precisamente en Pérgamo nos enteramos de la existencia de Rodar entre libros, el club de mis sueños.
Bueno, pero antes de continuar hablando sobre esta gran aparición, contaré una anécdota que me ocurrió en Pérgamo y que puede dar ciertas pistas para entender por qué he sido un tanto caótico en mi vida. Como especie de antecedente al chasco que me pasó, debo confesar que de niño fui irremediablemente olvidadizo, desordenado y distraído. Lo más grave de todo es que esas características son las que he podido conservar hasta esta etapa de cincuentón a escasos dos años de sexagenario.¿O será que ellas se han conservado en mí? Sea lo que sea, quien lea estas líneas ya puede imaginarse aquello que mis amigos y familiares quieren decir cuando me comentan: “—Usted está igualito, no cambia nada”. Y bueno, cuando me veo al espejo y me doy cuenta de todas las arrugas que me han aparecido, todo el pelo que se me ha caído, y cómo me han crecido las orejas, no me queda otra opción que ser sincero conmigo mismo y aceptar que en lo único que sigo igualito es en lo caótico.
Bueno, pero antes de continuar hablando sobre esta gran aparición, contaré una anécdota que me ocurrió en Pérgamo y que puede dar ciertas pistas para entender por qué he sido un tanto caótico en mi vida. Como especie de antecedente al chasco que me pasó, debo confesar que de niño fui irremediablemente olvidadizo, desordenado y distraído. Lo más grave de todo es que esas características son las que he podido conservar hasta esta etapa de cincuentón a escasos dos años de sexagenario.¿O será que ellas se han conservado en mí? Sea lo que sea, quien lea estas líneas ya puede imaginarse aquello que mis amigos y familiares quieren decir cuando me comentan: “—Usted está igualito, no cambia nada”. Y bueno, cuando me veo al espejo y me doy cuenta de todas las arrugas que me han aparecido, todo el pelo que se me ha caído, y cómo me han crecido las orejas, no me queda otra opción que ser sincero conmigo mismo y aceptar que en lo único que sigo igualito es en lo caótico.
Ahora sí viene el ejemplo anecdótico: en Pérgamo me invitaron a hacer las veces de librero una vez a la semana durante agosto. Escogí ir a hacer esa labor los miércoles por las tardes. Sentía una especie de agrado y orgullo por esa invitación. Incluso, como decimos los colombianos, hasta estaba chicaneando ante mis amigos y a todos les hablaba sobre mi nuevo rol. Quería darles la impresión de que aún había muchas cosas rescatables en mí, que no todo era caótico y que por alguna buena razón me habían escogido.
En el segundo miércoles de ese mes, a Xiomara, la gerente de la librería, le pareció muy fácil pedirme el favor de ayudar a organizar un estante con libros de editoriales independientes. Hasta me pareció interesante ese término de editorial independiente, nunca antes lo había escuchado. A decir verdad, independientemente de si conocía el término o no, terminé metiendo la pata. Eso que parecía algo sencillo, no lo fue tanto. Alfonso, a quien admiro mucho por su genial memoria para recordar un infinito número de títulos de películas, libros y nombres de autores que ha abordado, por esos días se encontraba trabajando en la librería. Con su elocuencia y memoria hacía un trabajo formidable atendiendo clientes interesados en leer un buen libro.
Cuando Alfonso supo que yo ayudaría a escoger libros de editorial independiente para hacerlos visibles en un estante, se le dibujó una sonrisa de satisfacción. Supongo que ya había tenido que organizar muchos de ellos y no le sonaba mal que yo le aliviara un poco el trabajo. Me faltaba mencionar que en esa tarde allí también se encontraba Juliana, la moderadora de Rodar entre libros. Juliana bien merece un párrafo aparte que ya vendrá cuando me encuentre hablando de mi experiencia dentro del club.
Se fue otro párrafo sin concretar bien qué fue lo que ocurrió (¿será parte de mi caos?). Bueno, Alfonso me explicó de manera entusiasta y amable los tipos de libros que debía seleccionar y en qué estante organizarlos. Pocos minutos antes, yo había comprado una taza de café. A propósito, el café que venden en Pérgamo me parece delicioso. Yo estaba encantado de saborear mi bebida poco antes de comprometerme con la tarea y había dejado la taza aún medio llena encima de una mesa alejada del estante.
No vayan a creer que lo hice por prevención sino más bien por olvido. De haber caído esa taza en total olvido, supongo que no habría ocurrido este desastroso incidente que aún no termino de narrar. Por ahí dicen que lo que ha de pasar pasa y a Xiomara se le ocurrió rescatar del olvido mi taza de café: —Pero tranquilo, Humberto, vete tomando el café mientras organizas los libros porque no creo que te lo vayas a tomar después de que se enfríe. —Ah, muchas gracias, Xiomara. Claro que me lo voy a tomar.
Ya con la aprobación oficial, a mí también me pareció fácil poner la taza en el estante y continuar trabajando. Había alcanzado a degustar un sorbito más cuando, como dice una popular canción: “Todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí, hasta el aliento ya, me sabe a hiel, me sabe a hiel”. Y me quedé sin aliento y el café me supo a hiel cuando un libro se desplomó sobre la taza. A simple vista, creí que el daño tan solo había sido de la obra que se había caído y algunas otras que estaban al lado. De repente me acordé de que debajo de la repisa había otra llena de libros y cuando miré hacia abajo, me di cuenta de que todos estaban salpicados con café.
Algunos se salvaron por estar protegidos con plástico, pero otros no lo estaban o tenían el plástico rasgado. Esos fueron las víctimas más afectadas. Los pobres libros resultaron damnificados por las gotas de café. Nunca me imaginé que así de intenso como es el sabor de una buena taza, es la mancha irreparable que deja una gota de ella en las hojas de los libros. Cuando sucedió este inesperado rocío cafetero sobre las calmadas e inocentes hojas librescas, me di cuenta que el rostro de Alfonso lucía desconcertado. Segundos después, se apresuró a ayudarme y en realidad aminoró bastante el desastre.

De manera muy ágil, Alfonso se dio cuenta de los libros que tenían gotas de café sobre el plástico y estaban a punto de que ellas entraran por alguna ranura a dañarlos. Me dijo que le trajera papel del baño y alcanzó a salvar un buen número. Sin embargo, cuando contamos los que ya no volverían a ser como antes, la cantidad llegó a dieciséis. Algunos de ellos, por tratarse de novelas gráficas de excelente calidad, tenían su correspondiente precio. Hice un ejercicio matemático a vuelo de pájaro y me di cuenta de que mi metida de pata bien me podría salir por más de un millón de pesos. Ahora reconozco que no me gusta para nada esa canción que dice: “Ojalá que llueva café en el campo”.
A veces, en medio de situaciones indeseables, aparecen al mismo tiempo evidencias de cosas que son dignas de admirar. Fue así como mientras yo acompañaba a Alfonso a clasificar los libros según la gravedad del daño que habían recibido, él recordaba y a la vez me comentaba la historia y los personajes de varios de ellos que ya había leído. Me sorprendió mucho su excelente memoria. Supuse que a mí no me ocurre lo mismo quizás porque no he prestado la suficiente atención a mis lecturas. En muchas ocasiones me he sentido un poco avergonzado al decir que estudié filología inglesa y española.
La verdad, me centré mucho más en las materias relacionadas con la fonética, la gramática y la didáctica del español y del inglés que en la desbordante literatura que hay en estas dos lenguas. Aunque abordé un buen número de obras literarias durante mis estudios en la universidad, supongo que para ser un buen filólogo se necesita pasión y gran disciplina lectora. Bueno, pero no todo puede estar perdido, y quizás este club de lectura al que me he unido sea de gran ayuda para hacerme un mejor lector.
Xiomara tuvo una actitud muy condescendiente. No quiso hacerme sentir mal y me dijo que el asunto no era tan complicado. Al siguiente día le dejé un mensaje a Fernando. Supongo que él es uno de los accionistas de Pérgamo. Fue él quien me invitó a participar como librero. Nos conocimos una tarde en la que yo visitaba la librería y terminé uniéndome a un grupo que estaba condecorándolo por ser un asiduo seguidor de un programa radial. A manera de agradecimiento a este reconocimiento, Fernando nos invitó a compartir una botella de güisqui con él. Fue una tarde deliciosa en la que pude escucharlo hablar sobre sus conocimientos acerca de esta bebida y sus experiencias en diversos viajes. Debe ser todo un tesoro haber vivido muchas anécdotas que sean tan entretenidas al narrarse. Además, si se acompañan con un buen licor, pues como decimos en Colombia: “El que pida más que le piquen caña”.
Volviendo a mi incidente de café y libros, debo reconocer la amabilidad con la que Fernando me respondió mi mensaje de voz en el que yo le puse al tanto de lo ocurrido. Le dije que yo estaba dispuesto a pagar el daño en cómodas cuotas mensuales y me respondió: “—Hola Humberto, buenos días. Pues mira, creo que la verdad es que yo me he tomado unos qüisquis bien finos, pero no recuerdo haberme tomado un café de más de un millón de pesos. Lo lamento por ti. Esas cosas suelen suceder. Déjame conversar con Xiomara a ver qué podemos hacer, pero ten la seguridad de que lo que determinemos será lo más conveniente para ti. Entonces déjame yo trabajo el asunto y cualquier decisión que tomemos, yo te la hago saber”. […] “—Bueno, muchas gracias por decírmelo y lamento mucho el incidente, son cosas que suelen suceder. Yo te hago llegar la información de lo que se decida, muchas gracias”.
La verdad, me quedé esperando qué se había decidido. A juzgar por los hechos, fueron muy benevolentes porque no me molestaron para nada con ese asunto. Decidieron vender con un descuento especial los dieciséis libros afectados. Sin embargo, gran parte de la responsabilidad caía sobre mí. En otras palabras, me sentía culpable. Al volver en repetidas ocasiones a Pérgamo, he sentido que me han acogido como si mi metida de pata no hubiera sido mayor cosa. Me he sentido muy a gusto por la amabilidad y el tacto que han tenido en la librería para no permitir que me incomode con lo ocurrido.
Si me pusiera a contar los interminables chascos que me han acontecido a lo largo de la vida, no acabaría de escribirlos. Todos ellos me han venido pasando desde mis primeros años hasta estos momentos en los que me encuentro escribiendo estas líneas.Lo más gracioso es que en mis días de universidad, conocí a una chica que ha sido como mi consuelo. Era más caótica que yo. Tan caótica que se llegó a ganar un apodo que por fortuna no me lo pusieron a mí. La llamaban Holanda (o la anda embarrando, o la anda cagando).
Debo admitir que hay personas que están muy lejos de tener ese apodo y que, al hacer un contraste con mi caos, lucen para mí muy asertivas. En este caso, quien se ganó el premio a la total prudencia fue Juliana, la moderadora de Rodar entre libros, mi adorado club de lectura. Juliana no me mencionó ni una sola palabra respecto al tema de café y libros. Por esos días no me imaginaba que ella era la moderadora del club. Curiosamente, Juliana como moderadora, me ha hecho recordar de nuevo la Deutsche Welle.
Esta vez no se trata del club de lectura alemán, se trata de otro programa en el que hablan de extranjeros que viven en Alemania y han alcanzado un alto renombre en el arte o en la ciencia. Allí oí hablar de Alondra de la Parra, una gran directora de orquesta nacida en México. En sus presentaciones en diferentes escenarios de Alemania y el mundo, se le nota una gran pasión y amor por lo que hace. De igual manera, a los músicos que dirige, también se les percibe una armonía muy singular y en sus rostros se refleja que están disfrutando con profundidad su interpretación musical.

Por mucho tiempo he oído decir que existen tantas interpretaciones textuales como lectores diferentes. La verdad, no era muy consciente de ello hasta que comencé literalmente a Rodar entre libros. La aventura lectora en la que me he visto atrapado ha sido fascinante, aunque a la vez de grandes retos. Pocos días antes de estar presente por primera vez en el club, creí que iríamos a leer Alexis, una obra de Marguerite Yourcenar. Hace muchos años, cuando aún vivía en Bogotá, un buen amigo lector me recomendóLas memorias de Adriano. Los pensamientos profundos que esta escritora belga pone en la mente de Adriano, son como diamantes, perlas, esmeraldas y rubíes para deleitarse con su belleza estética y sus impactantes mensajes.
De igual manera, al leer las primeras páginas de Alexis, me llevé la misma impresión. Por supuesto me encontraba muy entusiasmado con esa lectura. Sin embargo, ocurrió un cambio que, siendo honesto, en un principio me pareció muy abrupto. La razón por la que no se pudo continuar con la lectura de Yourcenar fue porque a manera de colaboración y agradecimiento con Pérgamo, todos los miembros del grupo acordamos comprar la obra allí. En caso de que el libro no se encontrara, la librería realizaría un pedido y nos comunicaría el momento en que estuviera disponible. Ahora no sé si por dicha o no, el pedido no llegó completo y se decidió un cambio de autor. En esta ocasión, escuché por primera vez el título La ley del ex, del escritor bogotano Juan Fernando Hincapié, quien, en caso de que lea esto, espero que me perdone al confesarle que tampoco había oído hablar de él.

Eso me recuerda a un profesor de literatura española de la universidad que decía algo así como que uno al abordar un autor está apenas sumergiendo la punta de un pie en el mar y de manera muy soñadora y obstinada quería llegar a abarcar todo un océano. De lo que quizás no se es consciente en sus años de juventud es que navegar por todo el océano de producción literaria es como navegar en barco a vela sobre aguas infinitas.
Bueno, de pronto lo importante no sea el número de kilómetros que recorramos sino más bien aquello que podamos disfrutar en ese viaje. Además, esto no solo ocurre con lo literario, dado que vivimos en un mundo en el que las posibilidades de ocupar nuestro tiempo de manera provechosa son casi que infinitas porque, así como existe una inabarcable literatura, lo mismo se podría pensar con respecto al cine, los deportes, la cocina, el aprendizaje de idiomas, la historia, la política y los viajes, entre otros más.
Si alguien todavía está leyendo esto se estará preguntando qué tiene que ver lo inabarcable que puede ser la literatura con el club Rodar entre libros. Pues bien, debo confesar que de manera un tanto inocente yo tenía la idea de abordar los buenos clásicos como para ir a la fija. Se dice que los clásicos se sostienen en el tiempo por su gran calidad. En vista de que hay tantos autores publicados, me parecía que abordar los clásicos resultaba ser una escogencia muy sensata. Esa intención inicial influyó para que yo quizás estuviera un tanto prejuicioso con la obra de Juan Fernando Hincapié.
De hecho, cuando comencé a leer las primeras páginas, me pregunté a mí mismo: ¿qué es esta vaina?, ¿será que ya estoy muy viejo y me dejó el tren de la literatura para las nuevas generaciones?, ¿seré tan mal lector que no le hallo gusto a lo que otros buenos lectores sí?, ¿me estaré volviendo un amargado que ya no se quiere reír con los chistes con los cuales otros sí ríen? Ahora me llega a la mente una letra melodiosa y nostálgica que dice: “Ah, cómo hemos cambiado, que lejos ha quedado, aquella amistad”.
Esas preguntas me siguieron atormentando cuando asistí a la primera reunión en la que compartiríamos nuestras interpretaciones de la primera parte de La ley del ex. Me sorprendió mucho escuchar que a la mayoría de los miembros del club eso que habían leído les había parecido muy entretenido, bien narrado y con mucho humor. Esto resulta aún más contundente si se observa que después de unas cinco semanas de continuar con este libro, algunos de ellos dejaron una especie de pequeña reseña en nuestro grupo de WhatsApp. Juliana, la moderadora del grupo, dijo:
“Sobre el libro de Juan Fernando, yo… me lo gocé, lo saben. Gocé leerlo con ustedes, porque, además, antes lo había hecho sola y de pronto no lo había leído con tanta atención, creo que estaba en un lugar de lectura muy diferente. Esta vez no solo fue grato, también fue importante porque me di cuenta de muchos aspectos de la escritura de Juan Fernando que sabía pero que no había aterrizado. Yo, como les dije, me gocé el libro. Gocé todo lo que generó Fernández, tantos amores y odios. Lyda y su aborrecimiento por todos ellos y yo tratando de justificarle sus actos desde la compasión hacia un pobre desdichado o desdichados, ya saben lo que nos puso a voltear Juan Fernando, o Humberto que peleó tanto con el libro pero que al final se lo leyó todo. Eso me parece súper bonito, la oportunidad de compartir puntos de vista tan diferentes generados por las palabras de quien las convierte en historias”.
Además del sorprendente goce con el que Juliana disfrutó la obra, me sorprendió mucho cómo utiliza papelitos de colores que hacen las veces de separadores para lograr una lectura mucho más detallada y profunda. Me sentí incluso avergonzado al observar cómo estos pintorescos y ordenados papelitos daban a entender una lectura juiciosa y dedicada sin aminorar la pasión y el amor que implicaba esa labor. A mí, por el contrario, jamás se me había ocurrido algo así, y aunque fuera sencillo, me parecía ingenioso y ajeno a mi personalidad.
No obstante, recordé que en mis años universitarios tomé una materia que se llamaba Estilística. Pertenecía a los últimos semestres de la carrera, pero como yo había validado y aprobado muchas asignaturas, eso me permitió tomarla con cinco semestres de anterioridad. Ese curso resultó ser un descubrimiento de una interesante teoría de interpretación literaria conocida como estructuralismo genético. Ahora, mirando en retrospectiva, la familiarización con esa teoría entró a salvaguardar en gran medida los efectos de mis desordenadas lecturas.
La profesora de Estilística me dijo que le parecía una muy buena idea que yo hubiera decidido tomar esa materia de manera adelantada porque de esa forma podría abordar las diferentes lecturas que iría a encontrar en el resto de la carrera. Fue así como tuve la oportunidad de escribir sobre El lazarillo de Tormes bajo la teoría del estructuralismo genético. Obtuve una calificación excelente y un mensaje que mi profesora escribió en la portada del trabajo: “Nunca había leído un tipo de interpretación como esta. Muy buena”.
Esto me recuerda la vez que a papá se le antojó hornear pan coco y cuando lo probé, no podía creer ese logro culinario. Lo malo fue que, así como a papá se le olvidó cómo había preparado esa delicia, pues a mí, después de más de tres décadas de haber escrito ese texto, se me olvidó cómo carajo lo hice.Además, no sé cómo se me ocurrió decir en una de las sesiones del club que escribiría un ensayo utilizando esa teoría de interpretación literaria con la lectura de La ley del ex. Días después me di cuenta de que estaba pisando terrenos de Holanda.
A mis compañeros del club les pareció interesante la idea de escribir dicho ensayo. Debo confesar que en ese momento en que con inocencia abrí mi boca con ese ofrecimiento, no era consciente de que tendría que comenzar de cero. Incluso debo admitir que hasta se me ha olvidado el nombre de mi profesora de Estilística. Sin embargo, ahora considero que ante una teoría tan compleja pero interesante, ella tuvo la habilidad de explicar lo más básico, pero a la vez funcional para que sus estudiantes pudieran escribir interpretaciones literarias que resultaran mucho más atrayentes.
Pero bueno, volviendo a las opiniones de mis compañeros del club de lectura, esa pluralidad de voces me ha enriquecido en las búsquedas de mi pensamiento. Además, lo más lindo de todo es que se ha generado un grupo de compañeros lectores que poco a poco se van convirtiendo en aquello que llamamos amigos. Esa palabra tan difícil de definir para mí, como resulta difícil definir muchos términos que damos por entendidos en nuestras conversaciones cotidianas.
En estos momentos que escribo estas líneas, me encuentro frente a distintos caminos por seguir. Debo escoger por el momento uno, porque no me puedo imaginar estar andando varios a la vez. En este final de año tomaré esa decisión. Sea cual fuere, tengo la plena seguridad de que tuvo su motor en este fabuloso club de lectura, que me va a hacer seguir rodando entre libros.